Muchas crónicas sobre Israel y Palestina están empapadas de rancio racismo; suelen presentar a los israelíes como modernos y civilizados y a los palestinos como anticuados y fundamentalistas. Es verdad que el fundamentalismo es una desgracia en cualquiera de sus variantes, pero no es prerrogativa de los árabes.
Ante el genocidio del pueblo palestino que Israel perpetra desde el 7 de octubre , lo primero que experimentamos, si conservamos un mínimo de humanidad, es rabia.
¿Qué podemos hacer los disidentes de este mundo desventurado para frenar la matanza? Poco y mucho. En el trabajo, en la escuela, en la fábrica, en el barrio, donde estemos, además de no cansarnos de manifestar nuestro horror, tenemos que hablar de Palestina e intentar comprender lo que pasa, más allá de nuestra indignación.
Hoy el Estado judío cuenta con casi 10 millones de habitantes, de los cuales 25 por ciento –gran parte árabes, pero también cristianos, drusos y otras minorías– no son judíos y son tratados como ciudadanos de segunda.
La guerra de los 100 años tampoco empezó entonces, sino que se remonta, por lo menos, a la famosa Declaración de Balfour , cuando, en plena Guerra Mundial, el secretario de Relaciones Exteriores de Reino Unido, Arthur Balfour, dirigió una carta al banquero Lionel Walter Rothschild, representante del movimiento sionista, que ratificaba el apoyo oficial del gobierno de su majestad al proyecto de establecer un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina, entonces bajo...